CAPÍTULO 1



CAPÍTULO 1

¿Existe el destino?
¿Nuestras vidas están programadas hacia un ineludible objetivo que desconocemos o por el contrario, todo es fruto del azar y vamos conformando nuestras experiencias y carácter a partir de encuentros y situaciones casuales que nos obligan a decidir hacia dónde encaminarnos?
Si se trataba de lo primero, en realidad poca importancia tenía lo que pasó aquel día en concreto. En cualquier otro, se hubieran dado las circunstancias para que ocurriera. Pero si era lo segundo y hubiera podido saber de antemano que aquel día, una sucesión de pequeñas casualidades me arrastrarían a una transformación absoluta en mi modo de vida y en mi propia personalidad, ¿hubiera decidido de todos modos ir a su encuentro? Por aquel entonces, muy probablemente, hubiera optado por mantener mi vida en su cómoda y previsible rutina. Pero claro, como nos ocurre a todos, mejor dicho, a casi todos, yo vivía en la inocente ignorancia de lo que está por venir. Y de esa manera, inocentemente, aquel día dirigí mis pasos sin saberlo hacia mi ¿destino?


Aquella mañana de principios del mes de mayo, acabé en la cafetería de una facultad que no era la mía. Una cafetería que había visitado una única vez en casi cuatro años.
Como era lo habitual en mi rutina diaria, me había encaminado temprano hacia las familiares aulas de la universidad. Al llegar puntual a mi destino, me encontré con que habían sido canceladas las primeras clases. Me informaron los compañeros que, contrariamente a lo que me sucedía a mí, parecían estar siempre al corriente de todo. Permanecían en la puerta, pavoneándose de la superioridad que brinda el disponer de información privilegiada y la ofrecían condescendientemente a los pobres ignorantes que íbamos llegando.
Sin llegar a comprender a qué venía aquel despliegue de altanería (a mis ojos un tanto ridículo por lo desproporcionado), no presté excesiva atención a las razones que dieron. Decidí que aprovecharía aquellas improvisadas horas libres para repasar apuntes, mientras desayunaba alguna cosa en la cafetería.
Para mi desconcierto, me encontré con que casi todo el mundo parecía haber tenido la misma idea aquel día. Todas las mesas habían sido ocupadas por ruidosos estudiantes que, vistos desde mi posición en la entrada y sin ellos ser conscientes, generaban en su globalidad una desagradable sensación de hacinamiento. No iba a comprobar si en el extremo que quedaba oculto a mis ojos, podía tener más suerte y encontrar alguna mesa vacía. Aunque así fuera, había demasiada gente para mi solitario carácter.
De nuevo en la calle, había tardado unos segundos en decidir mi nuevo destino. Una vez resuelto el dilema, dirigí mis pasos a otra cafetería. ¿Por qué no había comprado algo de comida y optado por la biblioteca, si me sentía mucho más cómoda en el silencio y aislamiento que esta ofrecía? Lo cierto es que ni yo misma conocía la respuesta.
Fuera por el motivo que fuera, allí estaba, en la puerta de una cafetería casi desconocida para mí.
Accedí a ella sin muchas esperanzas de que no me ocurriera lo mismo que en la anterior. Sin embargo, en contraste, en esta había únicamente una media docena de personas desperdigadas por el amplio espacio. Sin dedicarles excesiva atención, tomé posesión de la primera mesa que vi a mi alcance, colocando sobre ella la mochila y la innecesaria chaqueta que había cogido al salir de casa.
Después de adquirir algo de comida, abrí la mochila en busca de los apuntes que había pensado repasar. Antes de desconectar (más aún), de todo lo que me rodeaba, subí hasta los codos las incómodas mangas del, aunque fino, molesto jersey que llevaba puesto para el día que hacía. A pesar de estar en primavera, el día era excesivamente caluroso para la época del año.
Concluyendo que ya no podía hacer nada más (sin que resultara indecoroso), para sentirme más fresca, me dispuse a pasar la siguiente hora y media absorta en interesantes microorganismos unicelulares y en sus más interesantes aún, procesos bioquímicos.
Debía llevar aproximadamente una media hora absorta en la lectura, cuando tuve la extraña sensación de estar siendo observada por alguien. Desvié la mirada de los papeles desplegados ante mí, para comprobar si realmente alguien me miraba y, de ser así, de quién se trataba. Me encontré con los ojos de una mujer que no había visto en mi vida. Situada en el extremo opuesto de la cafetería, permanecía de pie observándome con una expresión que me pareció mezcla de desconcierto y ¿alegría?, pensé sorprendida. De inmediato me arrepentí de mi estúpida curiosidad. En cuanto se cruzaron nuestra miradas y tras un levísimo titubeo, se encaminó directa hacia donde yo estaba.
Reaccioné de manera totalmente anómala proviniendo de mi persona. En lugar de retirar rápidamente la mirada para intentar detener su avance, me dediqué a observarla mientras se aproximaba. Era alta, más de metro setenta, y muy guapa. Tenía unos enormes y negros ojos almendrados, una boca de labios perfectos y una nariz pequeña y respingona que le daba un toque de picardía al conjunto de las facciones. Llevaba la lisa melena, negra como sus ojos, suelta a la altura de los hombros. El color de su tez era de aquel precioso color café con leche que algunas personas obtenían, con suerte, después de interminables e insoportables horas al sol. Y como colofón, un cuerpo que envidiaría la modelo más cotizada del mundo. 
No pude evitar las comparaciones. No es que yo fuera un adefesio. Sabía, aunque no me importaba demasiado, que entraba en los cánones de belleza de chica más o menos bonita. Pero mi escaso metro sesenta, mi desastrosa y rebelde media melena color pajizo y la palidez de mi piel, ni de lejos podían competir con aquella beldad. Y no consolaba el hecho (en caso de que realmente hubiera necesitado consuelo), de que mis ojos verdes eran lo único que podía exponer en la competición, con garantías de que consiguieran una puntuación digna.
—¿Puedo compartir la mesa contigo? —preguntó con descaro y una deslumbrante sonrisa que enmarcaba, como no, una dentadura perfecta.
—Eh…, supongo que sí —contesté torpemente.
¿Desde cuándo aceptas compartir mesa con desconocidos? —me recriminé irritada.
—Tienes la mayoría de mesas vacías —añadí a continuación secamente, en un intento de hacerle ver que la primera respuesta había sido errónea y que en realidad no aceptaba compartir nada con ella.
—Sí, es cierto —dijo sentándose a mi lado e ignorando lo que para mí era obvio: que estaba de más—. Pero no me apetece estar sola. Me he fijado en ti por casualidad y me he dicho que estaría bien hablar contigo —explicó con un tono de voz que me desconcertó. ¿Había imaginado el matiz hipnótico que tenía?
¿Y a mí qué? Si no te gusta la soledad, búscate a otro bufón que te entretenga —estuve a punto de decirle.
—Me llamo Helena —se presentó, extendiendo la mano para estrechar la mía—. ¿Y tú?
Por absurdo que pudiera parecer, creí percibir una leve nota de ansiedad en su voz, como si temiera que yo rechazara el saludo.
Estuve a punto de dar una respuesta cortante y acabar con aquella conversación que me incomodaba sobremanera para volver a lo mío, sin más. Eso es al menos lo que hubiera hecho en cualquier otra situación similar. Pero, sin saber exactamente por qué, acabé presentándome yo también.
—Soy Lucía —y alargué mi mano.
Cuando nuestras manos entraron en contacto, tuve la sensación más extraña que había experimentado hasta entonces en toda mi vida. Noté como sus dedos desprendieron una especie de energía que trepó velozmente por mi brazo hacia mi cerebro, extendiéndose una vez allí por todas y cada una de sus neuronas. Simultáneamente, me sentí inundada por una indescriptible sensación de bienestar.
Aprecié todo eso en lo que debieron de ser décimas de segundo. Debido a la sorpresa, había retirado rápidamente la mano y al dejar de estar en contacto con ella, se desvanecieron inmediatamente aquellas sensaciones.
La miré. Sonreía, sin mostrar ningún indicio de que ella también hubiera advertido alguna cosa fuera de lo común. A pesar de lo confusa que me sentía por lo que acababa de experimentar, pude observar que su sonrisa sí revelaba algo: satisfacción. Como si hubiera confirmado alguna cosa.
Un tanto desconcertada por la anómala situación, intenté convencerme de que el contacto de su mano en realidad no me había transmitido nada y que había sido producto de mi imaginación.
—¿Estás estudiando psicología? —preguntó, mirando de reojo los apuntes que tenía sobre la mesa. Obviaba completamente la cara de pasmada que debía tener yo en aquel momento.
—No, no… He venido aquí por casualidad… —respondí aún confundida. Me había quedado una extraña sensación de embotamiento que no me permitía pensar con claridad.
—¿Estudias alguna carrera en esta universidad? —indagó.
—Sí…, pero no tiene nada que ver con la psicología —contesté, mirándola a los ojos y retirando la vista de inmediato.
Me sentía inquieta de una forma extraña ante aquella desconocida. Tenía claro que no se trataba únicamente de la incomodidad que invariablemente aparecía al encontrarme en presencia de desconocidos. Aquella, por conocida, me resultaba totalmente familiar. En este caso había una emoción solapada que era incapaz de identificar con claridad. Aunque pensé que guardaba un desagradable parecido con el miedo.
—Y entonces, ¿en qué facultad estás? —insistió. Parecía tener mucho interés en averiguarlo.
Me negué a darle más información. No tenía ni idea de quién era aquella extraña mujer, pero sí tenía claro que no iba a continuar explicándole nada acerca de mí misma. Debió adivinar mis intenciones, porque formuló de nuevo la pregunta y de nuevo volví a percibir en su voz aquella extraña entonación. Me sorprendí diciendo:
—Estudio biología.
A partir de ese momento y sin tener una idea clara del motivo que me llevó a cambiar de opinión, contesté obedientemente al resto de preguntas que me hizo. Y así supo, que había optado por la especialización en biología animal, que me quedaban dos meses para licenciarme, que no tenía ninguna intención de volver a casa cuando eso ocurriera y hasta llegué a explicarle donde trabajaba.
Cuando acabó aquel insólito interrogatorio, me observó fijamente en silencio unos segundos. A continuación, sin esperar a que se invirtieran los papeles, dándome la oportunidad a que fuera yo esta vez la que me interesara por ella (cosa que, por otro lado, no tenía ninguna intención de hacer), dijo de improviso:
—Tengo que irme —y se levantó repentinamente, como si ya no le interesara seguir conversando o, mejor dicho, interrogando—. Seguro que nos volvemos a ver en algún otro momento.
—No lo creo —y deseaba de todo corazón que así fuera. Era la segunda vez que iba por allí. Después de aquel desconcertante encuentro y con la intención de evitar que se volviera a repetir, sería la última.

—Ha sido un placer conocerte, Lucía.
Inició el gesto de volver a estrecharme la mano pero lo pensó mejor y, decidiendo que no era buena idea, acabó retrayendola y lo substituyó por una amable sonrisa.
La observé estupefacta mientras se dirigía hacia la salida. Caminaba con seguridad, con pasos suaves y elegantes, acordes con el resto de su fisonomía. Cuando desapareció por la puerta, sacudí la cabeza en un intento de despejarla. No entendía nada. ¿A qué había venido aquello? ¿Quién era esa Helena? Supuestamente se había acercado porque estaba sola y aburrida. Aunque en realidad, más que iniciar una conversación, se había limitado a averiguar cosas acerca de mi persona, preguntando con insistencia al respecto. Lo cual me hacía sospechar que había sido solo una excusa para… ¿qué? ¿Para sonsacarme información personal? ¡Qué tontería! ¿Qué interés podía tener una desconocida en mí y en mi futuro inmediato?
Pero lo cierto era que una vez obtenida la información, cinco minutos después de acercarse, se había largado apresuradamente, sin más. Y lo más extraño de todo habían sido aquellas sensaciones. Evocando la energía que me había recorrido hasta el cerebro, me recordó a aquellas esferas de cristal, con un punto central del que surgen una serie de rayos en constante movimiento y que al acercar la mano, se dirigen hacia ella. Era parecido, pero no igual. Porque la susodicha esfera no transmitía energía hasta el cerebro y menos aún aquella extraña sensación de serenidad.
Me devané los sesos un buen rato en busca de respuestas lógicas. Al fin, con un gesto de impaciencia, me dije que, con toda probabilidad, no tenía ningún misterio todo aquello. Seguro que a la mayoría de los humanos les pasaban cosas parecidas constantemente y eran de lo más corrientes en realidad. Si a mí me parecía fuera de lo común, era debido a mi precaria habilidad para las relaciones sociales y a mi falta de experiencia en torno a ellas. Esa tal Helena, se debía haber interesado por algo que le había parecido ver en mí. Después de descubrir casi de inmediato que había cometido un error, había optado por terminar la conversación de manera brusca, para no perder más tiempo en el asunto. Y respecto a las extrañas sensaciones que había tenido, me convencí que realmente habían sido producto de mi ingobernable imaginación, que me había jugado una mala pasada inventándoselo todo. ¡Ya está! No pensaba darle más vueltas al asunto.
Una vez llegué a esta conclusión, miré el reloj. De las dos horas iniciales, apenas me quedaba media para continuar con lo que había planeado, así que decidí dedicarla a comerme el bocadillo y a volver por donde había venido.
Durante el resto del día no volví a pensar más en aquella extraña mujer, ni en el incidente de la cafetería. Tenía el día demasiado ocupado con las clases que me quedaban y, una vez acabadas, con salir pitando al trabajo que había conseguido en la cocina de un restaurante de comida rápida. No volví a pensar más, hasta la mañana del día siguiente.


Me desperté temprano, consciente de que las tres compañeras con las que compartía piso, aún tardarían una media hora larga en desprenderse de los brazos de Morfeo. Acostumbraba a ser la primera en levantarme cada mañana, para disfrutar de aquel breve espacio de soledad.
Después de darme una ducha rápida, me encaminé a la cocina a prepararme el cotidiano café matinal.
La cocina, si no tenía en cuenta mi propia habitación, era uno de los espacios que más me gustaban de aquel piso. Era pequeña y acogedora. Tenía luz natural, gracias a una gran ventana situada frente a la entrada. La pared izquierda disponía de los típicos armarios donde guardar enseres y alimentos y en la derecha, había una pequeña mesa rectangular de madera, rodeada con cuatro sillas, que utilizábamos para desayunar, aunque raramente coincidíamos las cuatro a la misma hora.
No fue hasta que me senté a la mesa con la taza repleta de aquel estimulante líquido negro, que recordé el vívido sueño que había tenido durante la noche.

Me encontraba en una enorme sala rectangular, totalmente vacía.
Me miraba y me descubría descalza y vestida con una larga túnica blanca que me llegaba a los tobillos. Podía sentir en la planta de los pies la calidez de la madera con que estaba revestido el suelo. Las cuatro paredes de la sala eran blancas y lisas, sin ninguna decoración. Continuaban hacia lo alto, hasta perderse de vista, sin que se pudiera llegar a distinguir el techo. Conformaban un espacio hermético, ya que no se veían ni puertas ni ventanas por las que acceder o salir. Me encontraba situada en medio, en apariencia sola. Repentinamente, alguien a mis espaldas me llamaba por mi nombre:
—Lucía, estamos aquí.
Me giraba despacio, con curiosidad y a la vez con cierto temor por descubrir a quien pertenecía la voz. Me encontraba con los ojos negros y profundos de Helena, la mujer de la cafetería. Me sostenía la mirada con una dulce sonrisa dibujada en los labios. Estaba acompañada por un pequeño grupo de personas que permanecían tras ella, envueltos en una nebulosa que no permitía ver sus rostros con claridad.
—Estamos esperándote, ven con nosotros.
Helena me hablaba con aquel tono de voz tan peculiar que había utilizado el día anterior. Tenía los brazos extendidos, como esperando para poder abrazarme.
—¿Quiénes sois?
—Hace tiempo que te esperamos —decía con su voz hipnótica—. Ven, acércate. No tengas miedo. Solo pretendemos ayudarte.
Sentía el impulso de acercarme para ser estrechada por aquellos brazos acogedores, pero lo contuve al tomar conciencia de que, aunque escuchaba su voz, sus labios no se movían. Me transmitía las palabras de forma telepática. Las personas que la acompañaban también me llamaban dulcemente de la misma manera, creando entre todas un adormecedor murmullo, como si de una nana se tratase. No podía apartar la mirada de los inescrutables ojos negros de Helena. A pesar del miedo que sentía, había algo que me atraía y me incitaba a dirigirme hacia donde estaban, como si ejercieran sobre mí algún tipo de atracción magnética. Dudaba unos instantes y finalmente empezaba a caminar despacio, extendiendo también yo los brazos hacia ella, mientras notaba, a medida que me aproximaba, como entraba gradualmente en un letárgico trance.

Me había despertado en el justo momento en que nuestras manos iban a entrar en contacto.
Miré la taza de café ya vacía y sonreí para mis adentros. ¡No iba a cambiar nunca! ¡Siempre con mis estrambóticas fantasías! Solo había necesitado un encuentro un tanto singular con una desconocida, para disparar todos los mecanismos que generaban en mi mente historias fantásticas. 
Mientras me preparaba un segundo café, me sumergí en recuerdos del cómo, cuándo y por qué me creé un mundo de fantasía.